A estas alturas del siglo XXI, cuando se cumplen cien
años del apogeo de la Sociedad de Masas, se sabe que los medios de comunicación
determinan el conocimiento de las personas, en la medida en que transforman
nuestra capacidad de percibir la realidad.
Como
advirtió Walter Lippmann en 1922,
“estamos aprendiendo a ver mentalmente porciones muy vastas del mundo que nunca
podremos llegar a observar, tocar, oler, escuchar ni recordar”. Advertencia de
la que se infiere una idea sencilla, pero revolucionaria: la mayor parte de
nuestro conocimiento del mundo exterior no procede de nuestra experiencia
directa, sino del relato que otras personas nos trasmiten sobre ese mundo.
La
importancia de este pensamiento radica en que la realización de nuestra
ciudadanía –al menos en las democracias liberales– está directamente
condicionada por la cantidad y, sobre todo, por la calidad de la información
disponible.
Los
actuales desórdenes informativos (noticias falsas, infodemia, infoxicación, discursos
del odio, filtros burbuja, cámaras de resonancia, etc.) son significativos
porque constituyen la realidad social que percibimos, a partir de la cual
actuamos y tomamos decisiones. Es inaplazable, por lo tanto, un profundo
análisis sobre el modo en que las personas nos relacionamos con los medios.
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